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Drogado, cuchillo en mano, la delincuencia fue su estilo cotidiano de vida por años. Creció en uno de los barrios más peligrosos de Panamá. Asaltando turistas y residencias, Julio Klinger esperó la muerte en un puñal traicionero, pero encontró al Señor. Se salvó y se transformó en un fiel siervo de Dios.
Cojea de la pierna izquierda, apenas, pero cojea. Él dice que de sus tiempos de pandillero y asaltante queda como profunda huella un persistente dolor en la rodilla. Una herida que con el tiempo se transformó en malestar crónico y herencia de una etapa sórdida, de mucha bebida, sexo y droga. Una pelea con quien creía uno de sus mejores amigos acabó con un vaso estrellado en la rótula. Una lesión que don Julio Klinger recuerda como parte de un pasado donde extravió hasta su nombre y era simplemente Gallito. Un peleador de la calle, sin ley o escrúpulos.
Creció en el temido barrio El Chorrillo, un lugar del centro urbano de Panamá fundado en 1915 por negros antillanos y convertido luego en enorme tugurio, con pandillas disputando el dominio de calles y negocios ilícitos. Peligroso hoy como hace 30 años.
“Nací en El Chorrillo, el 15 de agosto de 1961”, recuerda Klinger. Su hogar carecía de una figura paterna. Su madre asumió la crianza de Julio y dos hijos más, Gisela y José. Con el tiempo, él descubriría que su madre fue adoptada por sus abuelos. Sus raíces se extraviaron.
Tenía 13 años cuando perdió la inocencia. Empezó con el thinner, oliendo y destrozando sus pulmones con el derivado del petróleo. Iniciaba una ruta hacia la perdición y el delito. Pasó muy poco tiempo para involucrarse en robos menores. “No necesitaba hacerlo, mi madre trabajaba en el Canal de Panamá y me daba lo que necesitaba, pero las influencias iban sometiendo mi voluntad”, confiesa.
LA DROGA, SUS CADENAS
A los 16 años descubrió que su padrastro introdujo en casa sacos de marihuana para vender en el barrio. El negocio de la droga se instaló a metros de su habitación. Veía, además, como ese hombre mayor dejó de ser pescador para convertirse en asaltante de turistas en el Puente de las Américas.
De pronto, su madre iba obsequiando con frecuencia al joven Julio, relojes, collares y sortijas de oro. Luego entendió la procedencia del dinero: “mi madre también traficaba con la marihuana” y él se sumó también al negocio.
“Paraba drogado, vendía y consumía. No dejaba de robar, principalmente a turistas, sabía que estaban de paso y que no presentarían denuncias o se quedarían a acusarme, por lo que siempre terminaba libre”, dice.
Hasta que cayó preso por primera vez en un centro de menores, no estuvo mucho tiempo, se fugó. Volvió a la calle y nuevamente la policía lo capturó y fue enviado a un lugar llamado Escuela de Chapala (en el distrito de Arraiján, en las afueras de la capital). Volvió a escapar.
Curtido, cada vez más violento, pasó a experimentar con nuevas drogas, la marihuana no era suficiente, probó con pastillas que molía y aspiraba. Se aproximaba a la cocaína, que inevitablemente lo atrapó.
Su madre trató de rescatarlo y envió al interior de Panamá, a Chitré, capital de la provincia de Herrera, pero cuando retornaba a casa volvía al robo y las drogas. Armado con un cuchillo asaltaba residencias, turistas y solía defenderse de pandillas rivales.
LA PRISIÓN, SU TORMENTO
Tenía 19 años cuando volvió a ser capturado robando vehículos a mano armada, esta vez pasó a la prisión de la Isla de Coiba, conocida también como Isla del Diablo, situada en las aguas remotas del Océano Pacífico y rodeado por un mar poblado de tiburones. Estuvo preso 14 días, nadie presentó una denuncia. Trató de enrumbar su vida. Tenía un hijo, fruto de una relación juvenil, pero nada lo controlaba.
Las calles siempre lo atrapaban. En ese caminar sin destino conoció a quien luego sería su esposa. Estaba por cumplir 21 años, ella tenía 15. Confesó que tenía otra pareja y un hijo, pero estaba terminando la relación.
A unos meses de conocerse, una pelea callejera casi destroza su rodilla, un dolor permanente hasta hoy. “Me llevaron al hospital y me operaron mal, me malograron el tendón de la pierna. Lloraba porque no podía caminar, ella me visitaba, se compadeció y se vino a vivir conmigo, para cuidarme, sin estar casados”.
Ana Yanire dejó a sus abuelos y a los 15 años asumió el cuidado de un novio herido, en apariencia sin futuro alguno. Pese a su corta edad mostraba una madurez que sorprendió al indomable delincuente.
Recuperado, olvidó el esfuerzo de su novia y volvió a la calle, a robar, a drogarse. Ana Yanire salió embarazada, nació Julio, dos años después Joel. Con dos hijos se especializó en la venta de drogas para mantenerlos.
Se perdía tres a cuatro días. No importaba que su familia pasara hambre. Pese a que su novia sufría de asma no escuchaba sus reclamos. Ella empezó a buscar a Dios. Un hermano, vecino de El Chorrillo, la invitó a una Iglesia evangélica. En la misma casa Ana Yanire leía la Biblia, mientras Julio vendía drogas.
Comenzó a verla transformada, se resignó a perderla. “Se irá con otro”, pensaba. Ella se fue a un retiro de ayuno con sus dos hijos. Narró sus problemas y los hermanos oraron por él. Al mes, una madrugada, mientras consumía drogas, Julio clamó a Dios por primera vez, sin conocerlo.
DIOS, SU SALVACIÓN
“Fue extraño”, recuerda. Años atrás había escuchado la Palabra en la cárcel, a través de un delincuente que era homicida. Oyó el Salmo 51: …líbrame de homicidios... “Esa parte me gustó y le pedí a Dios que no anduviera más con armas, porque no quería matar a nadie, y que me guardara para que no me mataran a mí. Al parecer Dios escuchó esa petición y me guardó, porque nunca maté a nadie”, comenta.
Con el corazón duro, pero desesperado sintió hasta ganas de suicidarse, ingresó al mar, caminó directo hacia las olas, pensaba ahogarse, pero una luz fue directo a sus ojos. Se detuvo y regresó a tierra. “Dios me estaba enviando señales, debía oírlo”, dice.
“Estoy cansado de esta vida”, gritó.
Un día habló con su novia: “por favor, vamos a buscar a los hermanos”. Era sábado, esa misma noche acudieron al culto de jóvenes, una hermana impuso su mano en la cabeza, unos hermanos ayudaron a ministrar el momento. Lo llevaron al altar, se sintió liberado. Julio tenía 25 años y Ana Yanire 19.
Pidió salir del mundo oscuro y encontrar un trabajo para cubrir los gastos de su familia. A los diez días de asistir a la Iglesia del MMM en El Chorrillo, un ex compañero de las calles, que vendía drogas, fue a visitarlo. “No puedes entrar a mi casa”, le dijo.
El tipo regresó al tiempo. “En serio estás metido en eso, yo te consigo un kilo de droga para vender”, prometió. Julio se defendió: “Que el Señor te reprenda”. A los quince días acabó muerto en la calle.
Al mes de convertido tuvo un sueño: un hombre le invitaba drogas y él decía que no, pero era un aviso. “Vino a buscarme un hombre que estuvo preso conmigo en la cárcel y quiso cambiar unas prendas por plata y por droga”, cuenta.
“Lo llevé hacer el negocio, pero advertí que no iba a tomar la droga y que sólo lo iba apoyar por ese día. Entonces me fui con él, subió en una casa y yo lo esperaba; cuando me puse a meditar me dije: volví a lo mismo. Pedí al Señor que ese hombre desparezca para siempre y nunca más regresó”, dice.
A los seis meses se bautizó con el pastor Melvin Bryam. Después nacerían su hija Yaziel y su hijo Aldair. Ingresó a trabajar en el Canal de Panamá como auxiliar de hidrografía el 1 de mayo de 1987, fue la primera muestra del poder del Señor.
Pasó por diversos exámenes después de confesar que consumió drogas. Cada dos meses se le practicaron pruebas y siempre salió negativo, como si el organismo jamás haya probado sustancia tóxica alguna.
• Está ud. diciendo la verdad, cómo es posible eso, le dijeron.
• Cristo me cambió, me salvó, me sanó, proclamó Julio.
“No terminé el sexto año, pero hoy trabajo en la oficina como jefe de administración”, dice.
Don Julio Klinger ahora es pastor en el distrito La Chorrera, del barrio Balboa y es presidente de Jóvenes en Panamá, a nivel nacional. Ha predicado y testimoniado en Estados Unidos y Costa Rica.
“Todo, gracias a Dios”. Una prueba más de su gran poder